Un intento de aportar conocimiento y opinión, fomentando el pensamiento crítico, fuente única de la libertad humana. No aspiro más que a ser criticado y corregido, por aquellos que lean estos breves artículos.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Grito en una botella - Parte 2 de 2

El joven Teniente del Ejército Nacional, nuevo en nuestro grupo de exploradores, era famoso por ser un valeroso militar, veterano de varias campañas contra los insurgentes en el centro y sur del país, así como por su participación en la guerra contra los traficantes de armas y mercancías prohibidas, quienes se hacían pasar por insurgentes, para evitar ser detectados; no obstante, también es sabido que los veteranos de guerra desarrollan una instintiva espiritualidad, o superstición, a causa de la constante incertidumbre sobre su supervivencia, por lo que habiendo recorrido apenas un centenar de pasos, lejos del caserío, el Teniente propuso esperar ahí unos instantes y luego volver, proclamándonos victoriosos, a la choza de mortero. Tras meditar brevemente en las palabras del Teniente, decidí que yo no podría aceptarlo: sería como admitir que ahí afuera había algo más que animales y vegetación, y dados mis estudios de naturalista y antropólogo, estaba decidido a adentrarme en ese bosque, y pasar la noche siendo devorado por las picaduras de mosquitos y ácaros; así que, tomando la lámpara del Teniente, le estreché la mano y nos separamos en medio de la noche... esa sería la última vez que un hombre me viera.

Un bosque tétrico con neblina entre los árboles

Una vez sólo, rodeado de colosales árboles, el olor a tierra mojada y vegetación putrefacta, únicamente iluminado por la tenue luz que mi lámpara arrojaba hasta unos diez paso frente a mí, las vagas formas de las piedras, arbustos y matorrales a mi alrededor, se me presentaban caprichosas, siempre fluctuantes, siempre intentado moverse sin ser vistas. El ruido de los insectos, el crujir de las hojas bajo mis botas y el constante susurrar del viento entre los árboles, habrían destrozado los nervios de mejores hombres que yo, pero mi profundo deseo por demostrar que los lugareños no eran más que supersticiosos ignorantes, era fusta suficiente a mi valor, y bebida embriagante para mi sensatez, por lo que no me detuve en mi andar, aún después de tener la sensación de haberme perdido.

Me detuve a descansar en un claro, lejos del riachuelo que baja hasta el río, al cual acuden animales de toda índole, a abrevar, durante la noche, así como de los troncos caídos y rocas apiladas, que sirven de refugio a los animales diurnos; de pronto escuché el crujido de ramas quebrándose y muchas pisadas sobre el suelo cubierto de hojas secas. Mi pulso se agitó al instante, una conciencia primordial me alertó del peligro, rápidamente busqué alrededor el objeto de semejante carrera, ¡y fue así que los vi! De la arboleda, salieron de improviso unas criaturas pequeñas, con un cuerpo grotesco, que imitaba de forma impía la figura humana: nariz grande y protuberante, cabello largo y enredado, vientre hinchado y cubierto por una espesa maraña de vello lanoso, que colgaba desde el ombligo rebotado hasta el pubis, ocultando por completo su género. Sin poder decir nada, me puse en pie y comencé a correr en dirección opuesta a las criaturas, quienes pronto me dieron alcance y pasaron alrededor mío corriendo o saltando, lanzando terribles sonidos similares al llanto de un gato en celo. Tropesé, me protegí con los brazos, esperando no ser aplastado en su frenética huida. Tan solo un instante después de su paso, ¡oh Señor de todo lo Sagrado! Por fatalidad pura se presentó ante mis ojos el horror que provocó la estampida de las criaturas profanas. Volteando por instinto, en dirección a donde habían salido los monstruos, ¡Oh Dios bendito, apiádate de lo que reste de mi alma! Presencié horrorizado la fuente primera de cualquier oscuridad en el alma de toda criatura, desearía que mis ojos se hubieran licuado en sus cuencas, y derramado cual cera sobre mis manos, antes que ver lo innombrable, una pesadilla exiliada de la realidad misma: bajo la mortecina luz de los cuerpos celestes, vi como la oscuridad misma salía proyectada, como astillas al quebrarse la madera, formando breves arcos que caían a tierra abruptamente, clavándose en el suelo como agujas de una negrura que devora color y vida, pero siempre ligadas al ente principal, que era enorme y de apariencia viscosa, por unos hilos irregulares de la misma sustancia negra. Las astillas eran lanzadas de forma caótica, en todas direcciones y ángulos, causando que los perversos hilos se enredasen, formando así una desquiciante telaraña que atrapaba todo a su paso.

Luego de un breve instante, que a causa del horror y los sentidos aumentados por el mismo, mi corazón volvió a latir y mi pecho logró exhalar al fin, la sangre llegó a mi cabeza y mis extremidades reaccionaron de nuevo. Haciendo uso del último rastro de razón que me quedaba, hasta el instante mismo en que empecé a escribir estas líneas, miré al cielo en busca de Júpiter u Orión, con la esperanza de saber en qué dirección huir, sin embargo todas las estrellas aparecían espantosamente revueltas en un cielo desconocido. Presa del horror, corrí tan rápido como pude, siguiendo a las pequeñas bestias que me habían derribado en su frenético escape, casi todas se habían ya perdido en el bosque, pero pude seguir a un pequeño grupo de retaguardia.

La abominación de absoluta oscuridad nos seguía, siempre constante tras de nosotros, las ramas de los arbustos rasgaban mi piel, mientras corría desenfrenado siguiendo a los remedos humanos que brincaban o se impulsaban con dos, tres o hasta las cuatro extremidades. Seguimos huyendo, mi corazón estaba apunto de explotar del agotamiento, cuando me percaté de que algo me “hablaba”, directamente a mis pensamientos, bramando y mugiendo, en un idioma profano y desconocido, que nunca será pronunciado bajo la luz del Sol, las perversas palabras se clavaban en mi cabeza, como las agujas de negrura mucosa que fungían de seudópodos al horror que me perseguía.

El interior de una caverna irregular, iluminada por una luz anaranjada

Corrí con fuerza renovada por la locura, siempre siguiendo a los enanos deformes frente a mí, hasta que, con un giro tan brusco y repentino que me hizo resbalar y caer, comenzaron a subir la montaña. Los seguí lo mejor que pude, la negrura informe proyectaba sus agujas e hilos abominables con la misma velocidad que siempre, solo que ahora yo avanzaba más lento. Subí en un estado de desquicio total, incapaz de gritar siquiera, hasta que los monstruos que guiaban mi camino llegaron a un punto donde la roca quedaba desnuda, y dando un violento salto, se azotaron contra la piedra misma, reventando en un chorro de agua turbia, que apestaba a estancada, y me salpicó el rostro. Me detuve en el acto, completamente fuera de mis cabales, incapaz de pensar, los mugidos en mi cabeza eran cada vez más fuertes, y las impías agujas de olvido arrastraban constantemente la negrura hacia mí. Volteé hacia todos lados, una abertura natural en la roca llamó mi atención, de ella salía un vago resplandor ígneo; sin poder pensar, corrí desesperado hacia ella, en busca de refugio. El suelo en la gruta estaba inclinado hacia abajo, para cuando me resbalé, el engendro de la oscuridad ya había entrado en ella, y se abalanzaba hacia a mí inexorablemente.

En el fondo de la gruta, me encontré en una caverna irregular, iluminada tan solo por dos fuegos ardiendo en el interior de pequeños agujeros, cavados en el suelo de roca, a izquierda y derecha de la cámara. En el centro... ¡un cuerpo humano casi en los huesos, como disecado, colgando de cabeza, desde el techo, por una cuerda amarrada a un solo pie! ¡Qué palabra podría describir el absoluto horror que me sacudió al ver que era el mismo hombre que había muerto un día antes en el accidente del camino! Súbitamente el aire dentro de la caverna se volvió gélido, la luz de las llamas comenzó a extinguirse rápidamente: ¡el innombrable horror estaba lanzando sus agujas al interior de la cámara, sus bramidos se apoderaban de mi mente y ya no había salida! Entonces fue que me percaté: el péndulo humano tenía los brazos atados al pecho, y las manos apuntando una al techo y la otra al suelo; la que apuntaba hacia abajo señalaba directamente hacia una máscara metálica, con ocho aristas radiales, tirada en el suelo.

Una máscara aterradora de madera, con ojos salidos y la boca abierta en admiración

Sin perder un instante, y sin saber realmente por qué, tomé la máscara y me la coloqué en el rostro, volteé firme hacia la absoluta negrura que buscaba devorarme y ésta reculó en el acto, jalando sus tentáculos, los cuales ya cubrían la mayor parte de la cámara, comenzó a clavarlos y adherirse a la boca de la cueva, sellándola por completo en instantes... después, se quedó ahí, en una constante ebullición, absorbiendo la luz de las llamas poco a poco; sus mugidos han alcanzado un cenit, volviéndose más claros a mi mente, tanto que tengo que esforzarme para negar que casi los entiendo ahora. He registrado la caverna, todas las paredes están cubiertas de signos que no pertenecen al mundo de los vivos, que no han sido nunca leídos por hombres hayan vuelto a ver la luz del Sol... no me atrevo a leerlos. En el fondo de la cámara encontré estas hojas de papel, tinta y la pluma, junto a ellos una pequeña botella de vidrio y un corcho; poco más a la derecha, un hueco natural en la pared que parece conectarse con un río subterráneo. ¡Las voces, son demasiado claras ahora, me repiten el mismo mandato! Me fuerzo en negarlas, escribo en el papel... al inicio pensé en enviar un mensaje de socorro, luego en contar mi historia... ahora que la termino he decidido volverla una advertencia:

¡Manténganse alejados! No suban, no venga nadie jamás. En el corazón de los bosques selváticos, en lo profundo de la sierra al centro sur de la nación, aún hay cosas demasiado viejas, del tiempo en que lo profano ocultaba al Sol mismo. Yo lo mantendré aquí atrapado, cuanto pueda... pero no dejo de escuchar en mi mente, en una lengua nauseabunda, que ellos son los que me tienen a mí... para siempre.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Grito en una botella - Parte 1 de 2

una botella de vidrio, con un papel enrollado dentro, flotando de lado entre plantas acuáticas

Encontré el siguiente escrito en el interior de una botella, atorada entre las ramas de un tronco caído en el río, el cuál nace de las montañas cerca de aquí; dicha botella se encontraba tapada con un corcho, y tenía dos monedas de plata atadas al asa. El texto estaba escrito con una tinta oscura, pero no del todo negra, sobre tres hojas de papel muy antiguo y deteriorado. Al preguntar a un amigo geólogo, éste me aclaro que, de haber sido lanzado a los mantos acuíferos en lo alto de la montaña, no hay forma de saber cuánto tiempo tardaría en salir, dado que podría quedar atrapado por décadas en los remolinos interiores, y aún de no ser así, nadie sabe con exactitud qué tan extenso es el sistema de ríos subterráneos que las recorren. Éste es el texto que ha perturbado mis sueños desde entonces.


Mis amigos y yo habíamos decidido pasar unas vacaciones conociendo los poblados pintorescos de la región, hermosos y rodeados de vegetación exuberante, tan propios del Trópico, empezando por la zona montañosa al sur de la provincia. En esta región encontramos una voluptuosa belleza, tan cargada de ese sabor mestizo, propio de la región, donde en el pasado los esclavos saciaban sus pasiones sobre la carne de los aborígenes, por lo que en nuestros recorridos encontramos, a orilla del camino, un sinnúmero de pequeños zambos o mulatos, que nos ofrecían artesanías grotescas o fetiches y supercherías profanas.

Después de varios días de viaje, al descender por una empinada colina que gira hacia el oeste, nos encontramos con los restos de un accidente: un carro se había volcado sobre si mismo, estrellándose contra unas rocas. Al pasar frente a él, vi el cuerpo sin vida de un hombre adulto, sus ojos abiertos, apagados y perdidos, en dirección a las ancianas copas de los pinos que bloqueaban la luz del Sol; la rama de un tronco caído le había atravesado el pecho por completo. Entre los árboles, pudimos ver a varios nativos observando el accidente, con ese brillo malicioso en sus pequeños ojos, y haciendo continuamente una seña supersticiosa sobre su pecho... ninguno tuvo la intención de ayudar... pedí que detuvieran el carro y descendí... me acerqué al difunto e, inclinándome sobre ese rostro aterrado que aún me atormenta, le cerré los ojos y la boca, y lo cubrí con mi abrigo.

Varias chozas rurales, vistas desde lejos, en medio de un bosque tropical

Al anochecer, llegamos a un caserío en lo profundo de la sierra, donde nos dispusimos a descansar, por dos días, antes de continuar con nuestro viaje. El lugar estaba sumergido en la ignorancia y la superstición, la pequeña iglesia del lugar no era más que un cobertizo de madera y ramas entrelazadas, con el símbolo de nuestra fe, demasiado grande para tan pequeño templo, hecho con tristes ramas de pino unidas con una cuerda ya podrida. Los lugareños nos rodearon pronto con la intención de vender sus fetiches, y unos burdos cigarros de dudosa apariencia; tan pronto descubrieron que solo estábamos interesados en comer un asado y descansar en algún catre, todos fueron perdiendo el interés poco a poco.

Una pareja de ancianos, con el característico gesto contrahecho de las personas que han pasado toda su vida en las labores del campo, nos ofreció comida, café y unos catres en una choza de mortero recién construida por su hijo, quien se casaría con una zamba, que había muerto de fiebre poco antes de la boda. Mientras comíamos el seboso caldo, observamos como los lugareños nos veían con desconfianza y algo de envidia, siempre hablando en ese susurrante dialecto, que asemeja al murmullo de las hojas azotadas por el viento y la lluvia, alterando nuestros nervios de la misma manera que lo haría el sonido de un animal reptante.

Al caer la noche, llegó el hijo de los viejos, era un hombrecillo de rostro ladino, y con la dentadura destrozada; traía cargando un fajo de leña en la espalda y se dispuso a prender el fuego dentro de la choza. Mi amigo el médico, y su esposa, lo invitaron a sentarse y fumar un cigarro, esto con la intención de que nos contara algunas leyendas de la región; la esposa del médico siempre ha tiene un mórbido interés por los mitos y supercherías, tan común entre los pobladores de la sierra. El hombrecillo se acercó y arrebató bruscamente el cigarro de la cajetilla que extendía mi amigo, lo prendió directamente de la fogata y empezó a relatar sus historias profanas, en una suerte de idioma que no era menos mestizo a nuestra lengua, de lo que era él a nuestra raza: nos habló de la mujer que, haciendo uso de brebajes, removía por completo su piel, y luego se cubría con las plumas de un ave de carroña, consiguiendo así el poder de volar y ver la muerte cercana de los demás; nos habló de los espíritus de las cuevas y los pozos de agua, unos enanos como niños pero con rostros de ancianos, desnudos y salvajes, que ahogan a los niños y a los borrachos llevándolos a sus madrigueras; del hombre que prepara ciertas hierbas y carne, las envuelve en hojas aromáticas, para luego enterrar el atado bajo una raíz mágica del bosque, y poder así transformarse en animales viles y realizar sus actos profanos, con mujeres y niños, sin ser descubierto; por último, nos habló de la bestia similar a un simio, pero con patas de felino y una larga cola prensil, que termina en una mano humana, con la cuál se roba los rostros de los que se pierden en el bosque, con la esperanza de algún día recuperar el suyo propio, que le fue arrebatado por un brujo que quiso impedir que siguiera devorando a los bebés de las aldeas.

Cuando el hombrecillo se hubo marchado, no sin antes lanzar una última mirada lasciva a los escotes de las Señoras que nos acompañaban, mis compañeros y yo comenzamos a debatir sobre sus supersticiones, las cuales habían afectado seriamente la precaria tranquilidad de las damas, quienes ya estaban alarmadas por los ruidos del bosque nocturno y los paganos cánticos de los aborígenes, junto a la gran fogata en el centro del caserío. Como es mi costumbre, insistí en que el tema podría ser discutido únicamente en un contexto de superstición y folclore, anterior al adoctrinamiento de los nativos en la Fe de nuestro pueblo; sin embargo la imaginación ya había sido excitada en demasía, por lo que se me ocurrió proponer un reto: si nosotros, los caballeros, eramos capaces de pasar la noche solos, al despoblado, sin presenciar la existencia de criatura fantástica alguna, quedaría demostrado que su existencia estaba confinada a los sueños profanos de los mestizos de la zona. Como lo esperaba, las Señoras estuvieron rápidamente de acuerdo, pero exigieron que uno de nosotros se quedara con ellas, dado que su belleza las hacía encontrarse en igual peligro, que aquellos que pasaran la noche en el bosque encantado; así el Médico optó quedarse con ellas, mientras el Teniente y yo salimos a enfrentarnos con las malévolas fantasías de los lugareños.

Continuará...