Un intento de aportar conocimiento y opinión, fomentando el pensamiento crítico, fuente única de la libertad humana. No aspiro más que a ser criticado y corregido, por aquellos que lean estos breves artículos.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Grito en una botella - Parte 1 de 2

una botella de vidrio, con un papel enrollado dentro, flotando de lado entre plantas acuáticas

Encontré el siguiente escrito en el interior de una botella, atorada entre las ramas de un tronco caído en el río, el cuál nace de las montañas cerca de aquí; dicha botella se encontraba tapada con un corcho, y tenía dos monedas de plata atadas al asa. El texto estaba escrito con una tinta oscura, pero no del todo negra, sobre tres hojas de papel muy antiguo y deteriorado. Al preguntar a un amigo geólogo, éste me aclaro que, de haber sido lanzado a los mantos acuíferos en lo alto de la montaña, no hay forma de saber cuánto tiempo tardaría en salir, dado que podría quedar atrapado por décadas en los remolinos interiores, y aún de no ser así, nadie sabe con exactitud qué tan extenso es el sistema de ríos subterráneos que las recorren. Éste es el texto que ha perturbado mis sueños desde entonces.


Mis amigos y yo habíamos decidido pasar unas vacaciones conociendo los poblados pintorescos de la región, hermosos y rodeados de vegetación exuberante, tan propios del Trópico, empezando por la zona montañosa al sur de la provincia. En esta región encontramos una voluptuosa belleza, tan cargada de ese sabor mestizo, propio de la región, donde en el pasado los esclavos saciaban sus pasiones sobre la carne de los aborígenes, por lo que en nuestros recorridos encontramos, a orilla del camino, un sinnúmero de pequeños zambos o mulatos, que nos ofrecían artesanías grotescas o fetiches y supercherías profanas.

Después de varios días de viaje, al descender por una empinada colina que gira hacia el oeste, nos encontramos con los restos de un accidente: un carro se había volcado sobre si mismo, estrellándose contra unas rocas. Al pasar frente a él, vi el cuerpo sin vida de un hombre adulto, sus ojos abiertos, apagados y perdidos, en dirección a las ancianas copas de los pinos que bloqueaban la luz del Sol; la rama de un tronco caído le había atravesado el pecho por completo. Entre los árboles, pudimos ver a varios nativos observando el accidente, con ese brillo malicioso en sus pequeños ojos, y haciendo continuamente una seña supersticiosa sobre su pecho... ninguno tuvo la intención de ayudar... pedí que detuvieran el carro y descendí... me acerqué al difunto e, inclinándome sobre ese rostro aterrado que aún me atormenta, le cerré los ojos y la boca, y lo cubrí con mi abrigo.

Varias chozas rurales, vistas desde lejos, en medio de un bosque tropical

Al anochecer, llegamos a un caserío en lo profundo de la sierra, donde nos dispusimos a descansar, por dos días, antes de continuar con nuestro viaje. El lugar estaba sumergido en la ignorancia y la superstición, la pequeña iglesia del lugar no era más que un cobertizo de madera y ramas entrelazadas, con el símbolo de nuestra fe, demasiado grande para tan pequeño templo, hecho con tristes ramas de pino unidas con una cuerda ya podrida. Los lugareños nos rodearon pronto con la intención de vender sus fetiches, y unos burdos cigarros de dudosa apariencia; tan pronto descubrieron que solo estábamos interesados en comer un asado y descansar en algún catre, todos fueron perdiendo el interés poco a poco.

Una pareja de ancianos, con el característico gesto contrahecho de las personas que han pasado toda su vida en las labores del campo, nos ofreció comida, café y unos catres en una choza de mortero recién construida por su hijo, quien se casaría con una zamba, que había muerto de fiebre poco antes de la boda. Mientras comíamos el seboso caldo, observamos como los lugareños nos veían con desconfianza y algo de envidia, siempre hablando en ese susurrante dialecto, que asemeja al murmullo de las hojas azotadas por el viento y la lluvia, alterando nuestros nervios de la misma manera que lo haría el sonido de un animal reptante.

Al caer la noche, llegó el hijo de los viejos, era un hombrecillo de rostro ladino, y con la dentadura destrozada; traía cargando un fajo de leña en la espalda y se dispuso a prender el fuego dentro de la choza. Mi amigo el médico, y su esposa, lo invitaron a sentarse y fumar un cigarro, esto con la intención de que nos contara algunas leyendas de la región; la esposa del médico siempre ha tiene un mórbido interés por los mitos y supercherías, tan común entre los pobladores de la sierra. El hombrecillo se acercó y arrebató bruscamente el cigarro de la cajetilla que extendía mi amigo, lo prendió directamente de la fogata y empezó a relatar sus historias profanas, en una suerte de idioma que no era menos mestizo a nuestra lengua, de lo que era él a nuestra raza: nos habló de la mujer que, haciendo uso de brebajes, removía por completo su piel, y luego se cubría con las plumas de un ave de carroña, consiguiendo así el poder de volar y ver la muerte cercana de los demás; nos habló de los espíritus de las cuevas y los pozos de agua, unos enanos como niños pero con rostros de ancianos, desnudos y salvajes, que ahogan a los niños y a los borrachos llevándolos a sus madrigueras; del hombre que prepara ciertas hierbas y carne, las envuelve en hojas aromáticas, para luego enterrar el atado bajo una raíz mágica del bosque, y poder así transformarse en animales viles y realizar sus actos profanos, con mujeres y niños, sin ser descubierto; por último, nos habló de la bestia similar a un simio, pero con patas de felino y una larga cola prensil, que termina en una mano humana, con la cuál se roba los rostros de los que se pierden en el bosque, con la esperanza de algún día recuperar el suyo propio, que le fue arrebatado por un brujo que quiso impedir que siguiera devorando a los bebés de las aldeas.

Cuando el hombrecillo se hubo marchado, no sin antes lanzar una última mirada lasciva a los escotes de las Señoras que nos acompañaban, mis compañeros y yo comenzamos a debatir sobre sus supersticiones, las cuales habían afectado seriamente la precaria tranquilidad de las damas, quienes ya estaban alarmadas por los ruidos del bosque nocturno y los paganos cánticos de los aborígenes, junto a la gran fogata en el centro del caserío. Como es mi costumbre, insistí en que el tema podría ser discutido únicamente en un contexto de superstición y folclore, anterior al adoctrinamiento de los nativos en la Fe de nuestro pueblo; sin embargo la imaginación ya había sido excitada en demasía, por lo que se me ocurrió proponer un reto: si nosotros, los caballeros, eramos capaces de pasar la noche solos, al despoblado, sin presenciar la existencia de criatura fantástica alguna, quedaría demostrado que su existencia estaba confinada a los sueños profanos de los mestizos de la zona. Como lo esperaba, las Señoras estuvieron rápidamente de acuerdo, pero exigieron que uno de nosotros se quedara con ellas, dado que su belleza las hacía encontrarse en igual peligro, que aquellos que pasaran la noche en el bosque encantado; así el Médico optó quedarse con ellas, mientras el Teniente y yo salimos a enfrentarnos con las malévolas fantasías de los lugareños.

Continuará...

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